Imagina que eres un pirata viejo, de esos que tienen parche y pata de palo, de esos que en la revisión de los objetivos anuales de piratería ya ni siquiera se amotinan reclamando para sí aquellos mercantes españoles saqueados en solitario en duras jornadas de abordajes, dejando que la tripulación más ambiciosa pelee a degüello por su diezmo del botín.
Pirata que ya no tiene tiempo para ver como a algún idiota lo hacen caminar por la plancha de los condenados que los arroje al mar, mientras los grumetes corsarios ríen las gracias del capitán.
Imagina que eres uno de esos piratas que ya no tienen ni bandera, porque patria nunca tuvieron los de esta condición, y aunque aún las tibias y la calavera mantienen el espíritu de rebeldía en los ojos de ese bucanero, resulta que después de tantas batallas ha llegado a la conclusión que ni ésta “anti bandera” merece la pena.
Imagina que incluso ese pirata viejo y curtido tiene su propio galeón conquistado hace años en buena lid. Navío en el que lleva navegando muchos años y al que respeta y sin duda quiere, aunque recuerda con nostalgia los días en los que el velamen al completo empujaba su casco con la fuerza de vientos increíbles, abriendo las aguas como daga afilada a muerte.
Imagina que eres ese pirata, con cicatrices y heridas a lo largo de tu cuerpo, algunas de las cuales te llenan de orgullo, porque orgullosa fue la batalla y la conquista, y que navegas tranquilo por aguas conocidas como la palma de tu mano, donde ya no hay mercantes que saquear ni perseguir, pero cada mañana te sigues vistiendo de pirata, con tu pata de palo, tu pantalón de rayas, con tu parche en el ojo, con tu sombrero adornado con una pluma roja, levando anclas y saliendo a recibir el viento en tu cara, sentado apaciblemente en el castillo de popa.
Y resulta que en las rutas de tus muy conocidas cartas de navegación un día se cruza fugaz una preciosa goleta, bella y rápida como nunca habías visto, con una vela mayor que rompe tu alma de pirata viejo.
Y ese cruce de navíos en la distancia se repite cada cierto poco tiempo, pero cada día el velero pasa más cerca de tu línea de fuego, y dudas si debes arriar velas y dejar que siga su camino, doquiera que vaya, o seguir el instinto de tu corazón de corsario y abrir las portas de los cañones, desplegando todo tu aparejo para perseguir esas que te deslumbran…
Y mantienes el ancla.
Pero un atardecer de ocres y naranjas, mientras contemplas tus viejas heridas al sol de cubierta, la goleta se dirige directa a tu línea de navegación, directa a tu quilla de proa, a contraluz, tan rápidamente que en la última maniobra que haces para no incrustarte en su entrañas los costados de babor de ambos barcos se deslizan uno sobre otro, mientras los cabos de abordaje de tu nave se arrastran suavemente por la cubierta del velero… Y entonces te deslizas por ellos, ni siquiera tienes que tomar impulso en los pasamanos de tu galeón para alcanzarla, te dejas llevar y pisas inseguro y casi sin darte cuenta su cubierta. Es un velero increíble, es más bello aún desde allí.
Imagina que eres un pirata. De pata de palo y parche en el ojo.
2 comentarios:
andas romanticón...
davidiego: Y piratón... ;-)
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